domingo, 12 de noviembre de 2006

De viaje…


De viaje…


El viaje en tren es toda una experiencia: fui de Shangai a Hangzhou y de allí a Nanjing. La moderna estación de tren Shanghai es un hormiguero. Aquí se constata la enorme densidad de población que tiene China. Todo está lleno y al mismo tiempo en orden. Hay empleados y policías por doquier y en la espaciosa sala no cabe un mosquito. Los accesos a las vías se abren con puntualidad y cuando toca nos sumamos a la larga cola. No hay alboroto y los chinos forman organizadas filas y pasamos, boleto en mano y sin angustias, a buscar nuestros sitios. Jóvenes azafatas uniformadas como de avión y blancos guantes esperan en la entrada de cada vagón, verifican el boleto y dejan subir. Temía, ante la cantidad de gente, los terribles tumultos sufridos en Delhi, donde tomar el tren es como asaltar una fortaleza y donde uno se acomoda como puede, si acaso lo dejan. Nada de eso. La gente se dispersa en orden y en orden busca su lugar. Los asientos están limpios y bien arreglados, con cubre sillas de encaje y manteles sobre las mesitas. El vagón está limpio y arreglado. Lleno, por supuesto, que esto es China. El tren arranca lentamente, exactamente en hora.


Me pego a la ventanilla porque espero, expectante, la periferia de Shangai. Estoy preparado para ver barrios infinitos de miseria, como los existentes en Buenos Aires o Bombay. Imagino que allí estará el lado negro de Shangai y recibo otra sorpresa. El tren pasa por zonas extensas donde surgen edificios de apartamento como árboles en un bosque. Cuento en una única zona más de una docena de torres de unos treinta pisos. Edificios presentables en cualquier ciudad de cualquier país rico. Sin embargo, sorprende más la cantidad. Son kilómetros de áreas en construcción, que se combinan con autopistas de dos y tres carriles también en construcción y con el levantamiento de fábricas y otros edificios, cuyo destino no es posible identificar. Impacta el despliegue de tantas obras. Uno se explica, viéndolas, por qué China consume el 40% del cemento y el 30% del hierro que se produce en el mundo. Pasan los kilómetros y las construcciones disminuyen pero no desaparecen. No sé cómo serán otras regiones de China, pero aquí, en el valle del rio Yantzé, el país se levanta, literalmente, con una pujanza que provoca perplejidad y asombro, porque tanto cemento, hierro, ladrillo y energía muestran el músculo poderoso de un país en auge.

No encuentro en ninguna parte los barrios pobres. Hay casas tradicionales y humildes dispersas entre campos cultivados con esmero hasta en su extensión más nimia, gente trabajando el último pedacito de tierra, con un sentido milenario de aprovechamiento óptimo, gente de vida pobre, pero no se ve miseria.

En el estrecho pasillo del vagón, un pequeño pero eficaz ejército de empleadas uniformadas ofrece diarios en chino, bebidas, bocadillos, té y más té en variedades insólitas. Los viajeros chinos llevan casi todos su termo con té (las hojitas sueltas secas y verdes) y las empleadas los rellenan una y otra vez con agua caliente. Aunque yo pareciera china, me diferenciaría en eso: no llevo termo de té. Detalle a anotar. Si quiero integrarme, preciso será adquirir un termo.

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